lunes, 21 de marzo de 2016

El club (Pablo Larraín, 2015)


Por fin tenemos una película que plasma con toda crudeza algo de la realidad que sufren miles de personas en el mundo, la de los abusos sexuales por parte de ciertos miembros de la iglesia. Precisamente hoy, venía escuchando en el coche sobre un episodio de abusos perpretrados en el colegio de los Maristas de Barcelona a lo largo de décadas (de los 70 a los 90), delitos que tantos años después han prescrito. Es esta pues una película de denuncia tan contundente como necesaria.

Oso de Plata (Gran Premio del Jurado) en el Festival de Berlín, El Club nos muestra a un grupo de religiosos que viven apartados en una casa situada en una localidad costera. Parapetados mentalmente todavía bajo sus imaginarias sotanas, sabiéndose respaldados por sus superiores y la institución que representan, su única distracción en la casa consiste en ver desde lo lejos, a través de unos prismáticos, la carrera de galgos en la que participa un ejemplar que cria uno de ellos, ya que no pueden tener contacto con la gente del lugar, nadie puede saber que están allí ni las razones. Sólo una religiosa que con ellos convive puede ir a comprar al pueblo, mujer también de pasado turbio, y que hace de ama de llaves, cuidándolos y haciendoles la comida.



Al lugar llega un quinto religioso, que es increpado desde fuera por un joven perturbado (excelentemente interpretado por Roberto Farías), supuesta víctima de sus abusos, lo que precipita la trama. Para investigar lo que ocurre, envían a un cura joven, que además es psicólogo (como yo), y que intentará encontrar una solución diferente para los habitantes de esta supuesta casa de oración y penitencia.

En un ambiente neblinoso, de permanente bruma marina y tonos grises, el enviado irá poco a poco interrogando a cada uno de nuestros protagonistas sobre lo sucedido hasta llegar a descubrirlo en parte. Es aquí, en los diálogos con los religiosos, donde el director extrae, a través del humor negro, lo mejor de cada uno de ellos, personajes henchidos de soberbia y orgullo, incapaces de aceptar su enfermiza condición. Paralelamente, los acontecimientos se dispararán, a partir de una desgracia urdida que se antojaba inevitable para resolver el tramo final.


La secta
Cuando veía la película, no sabia porqué, pero me resultaba muy cercana; quizás sea por las semejanzas de nuestras sociedades... Desconozco por completo la realidad de la sociedad chilena, pero intuyo que si tuvieron una dictadura como nosotros (con el consiguiente lavado de cerebro y beneficio para las clases dominantes), dictadura de la que, por lo poco que he leído, queda una sociedad clasista y dividida (en su caso entre descendientes de europeos y descendientes de indígenas), y si, además, su religión es la católica, El club se me presenta entonces como una expiación más general de los múltiples pecados de una sociedad racista, rígida y terriblemente enferma, que aunque se pueda presentar como moderna y avanzada al resto del planeta, posee una triste fractura social presente.

Volviendo a la Iglesia, de todos es conocida su arrogancia y soberbia. Cómo los culpables son encubiertos por sus superiores, llegan a acuerdos extrajudidiales con las víctimas, o son apartados del lugar de los hechos mediante el envío a otra parroquia, continuando el problema allá donde vayan. Su impunidad es innegable, y en esta triste y también clasista España ultracatólica no iba a ser menos.

Quiero destacar la interpretación de Roberto Farias. Es, sencillamente, escalofriante. Roberto, actor de origen humilde, que según he leído ha limpiado baños para costearse la interpretación, realiza un trabajo sobrecogedor con la voz que se te queda grabado en la memoria. Su interpretación es soberbia, por momentos me recuerda un De Niro o a cualquier otro gran actor americano en el papel de marginado social.

Ay los curitas...
Seguramente esta película pasará desapercibida para el gran público... de hecho no creo que durase mucho en cartelera. Spotlight ha recibido más atención, por ser película americana, candidata a los oscars, y que describe una investigación periodística sobre abusos, algo más agradable de ver... Pero aunque hoy a los ciudadanos les importe poco ver las instituciones caer, porque bastante tienen ellos con sobrevivir día a día, toda forma de denuncia ante tanto silencio y encubrimiento es necesaria.

Volviendo a los abusos, en mi caso, no sufrí ninguno. He estudiado durante 12 años en un colegio de curas. Y mis tres sobrinos pequeños están ahora en otro. Pero me viene a la mente que teniendo yo 14 años, mi tutor, un religioso de barba recortada, profesor de letras, me citaba en su despacho con cierta frecuencia para ver como me iban las clases y para prestarme algo de lectura. Recuerdo, además, como en los pasillos me pasaba la mano por encima del hombro, burlándose de mí mis amigos por ello, pero siempre inocentemente, porque en aquella época eramos niños, seres ingenuos, que no sabíamos nada de la vida.

Las dudas me asaltaron años después cuando, ya en la universidad, yendo en autobús, y en repetidas ocasiones (año tras año), lo veía bajarse al anochecer en la parada del parque más importante de la ciudad, incluso en pleno invierno, para adentrarse a continuación en él.

 A veces pienso si el planeta no es en sí una inmensa ciudad del pecado (Sin City, de Frank Miller) donde el ciudadano de a pié, sólo ante el peligro, desprotegido, lucha contra los políticos corruptos, los depravados sexuales, y la red de poderosos que los protegen y tapan.

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